viernes, 6 de enero de 2012

Pablo, el cronista




Por: Pantaleón Narváez Arrieta *




La trascendencia de Pablo Flórez Camargo la aprendí de a poquito. La primera canción que le conocí fue La Aventurera. Aparte de que me permitía bailar con mi pareja, en principio no me incitó otro elogio. Además no era él quien la cantaba, ni su grupo quien la ejecutaba. Pero la canción estaba ahí, adherida a la piel, como un tatuaje que recordaba la travesía que por las poblaciones del Sinú iba a emprender ese arrebatado para evitar que se escabullera la mujer que amaba, a pesar de conocer que sus compromisos eran apenas de ocasión.

Luego, durante un Encuentro Nacional de Bandas, me interesé en él. La Banda Diecinueve de Marzo de Laguneta, bajo el comando de Miguel Emiro Naranjo, deslumbró al público con un fandango que desde sus primeros acordes nos convenció de no tener par. Era Tres clarinetes y su autor Pablito Flórez, el guitarrista de Ciénaga de Oro al que oí treinta años atrás en casa de Ana Luz Bedoya y de quien afirmaban que escribía letras para referirse a los percances, pesares o andares de los personajes de su entorno, incluidos los suyos.

A pesar de las referencias, de recordar sus pequeñas manos rasgar las cuerdas para que sonara un porro con dejo de son antillano y de haberme deslumbrado con la exaltación de las hazañas de un vaquero que supuse era un mito en el Sinú por su habilidad para dibujar con su lazo desde el lomo de un caballo, dudé de los méritos que le atribuían, ni siquiera cuando García Usta me insistía, mucho menos de que hubiera transgredido una regla que signó el porro en sus inicios: era música para danzar, no para cantar, ni contar.

Pero luego de escuchar Los sabores del porro, entendí que yo estaba fuera de contexto, que era inevitable conocer la obra de quien combinó sabores, texturas y aromas para demostrar por qué para nosotros, los criados entre las lomas y las planicies de las sabanas o a las orillas del Sinú, la identidad la sentimos a través de la cadencia de un ritmo que permitió a sus célebres bailadoras no sólo traslucir en sus ojos racimos de velas, sino danzar con ingravidez en el remolino de notas.

Ahora que ya no está, verifico que fue él quien dejó testimonio de ello. Narró los hechos que percibió y mencionó a sus protagonistas, no solo evocando tiempos idos, sino para asombrarnos con sus imágenes, que afloraron desde que, siendo adolescente, abandonó el taller de herrería al que lo destinó su padre y comenzó el aprendizaje de la percusión bajo la orientación y el aliento del mismo padre, que no se opuso a que siguiera su vocación, a pesar de los prejuicios que presuponía integrar una orquesta o actuar como el solista que llega hasta una ventana para expresar el amor de otro.

Por eso su universo no sólo se ambientó con atardeceres y la culinaria que disfrutó durante el tránsito de la ruralidad a la modernidad que, durante su periplo, ocurrió a orillas del caño de Aguas Prietas, sino que en él confluyen jornaleros con esperanzas, manteros con arrojo, ganaderos dadivosos y prostitutas sin vergüenza, analizados y descritos con la precisión de un cronista que supo que la inmortalidad nacía de la cotidianidad del terruño.

*Abogado y profesor universitario. (Tomado de El Universal de Cartagena)