Fotografía de Fernando Mercado.
Por: Víctor González Solano
“¡Ay! la vía que llevo es obligación…”
En sus últimos días lo recuerdo sentado en su taburete de cuero, mirando al infinito. ‘La flojera’, su finca imaginaria, seguía pintada en la pared, pero sus colores se habían opacado, como si se hubiera vestido de luto. Había un vacío urgente que se le clavaba en la piel y un nudo en su garganta que, a ultranza, se quedaba con él.
La partida de su gran amor, su musa, su incondicional compañera Marcelina Causil Padilla, ‘La niña Merce’ –como la llamaban- le había quitado las fuerzas y las ganas de vivir. Merce se llevó con ella la alegría que caracterizaba al juglar. Con lagrimas en los ojos repetía constantemente: “Esto es duro compadre, no me hallo sin ella a mi lado. La extraño mucho”.
Miraba la guitarra que permanecía callada en un rincón de la casa. “No soy capaz de tocarla”, nos decía. Luego, posaba con dolor su mirada en la foto dibujada de su compañera que cuelga en la pared. “Ahorita te alcanzo vieja, no te afanes”.
Aquellas palabras y aquel estado de tristeza nos llenaron de temor. El viejo Pablo no estaba bien. Ese que no quería a la muerte para nada, a la ‘pelona’, como la llamaba, ahora la invocaba y la deseaba. Soñaba con que el Yacabó, pájaro feo que anuncia a la muerte, cantara de nuevo. Y en verdad cantó. Ahora entendemos que sólo el amor podía generar ese anhelo en un hombre tan noble como él.
Hoy, cuando ya le ha devuelto el alma al Ser que se la infundió, recuerdo los primeros versos del bolero que le compuso a su mujer y que fue, al mismo tiempo, su primera composición: “Tan lejos de ti/ no quiero vivir/ muy cerca de ti/ quisiera sentir/ el aliento de tus lindos labios/ que son el perfume de una linda flor”.
Muy a pesar de su dolor se siguió levantando temprano, a la hora en que aún las ranas charrasqueaban. Preparaba el café en la soledad del patio. Miraba al cielo como queriendo encontrar a su mujer. Luego salía a caminar por las calles de su pueblo, las mismas calles polvorientas por donde bailó, como una pluma, la flaca María Varilla. Porque María Varilla no nació en Pelayo, como muchos creen. Nació en Ciénaga de Oro. De vuelta arriba a vuelta abajo se la pasaba Pablo, recordando a Joseito Mestre y a Josefa Zuleta, quienes despertaban momentáneamente de su locura al oír sus pasos.
Su caminar cansado dejaba huellas de dolor. Las lágrimas mojaban el camino que lo llevaba a la morada donde ahora habita su gran amor.
Pablito, como cariñosamente le llamaban en Ciénaga de Oro, era un cronista grande de su región. Por sus canciones desfilaron personajes que han construido, en su sencillez, la historia de su tierra. Seres que fueron eternizados en el pentagrama. Pablo era un celoso guerrero que cuidaba sus tradiciones, por eso su lenguaje musical estaba impregnado de olores, costumbres, gastronomía, paisajes, amigos y, por supuesto, bellas mujeres.
“Ciénaga de Oro lo es todo para mí. Aquí nací, aquí me quedo y aquí me muero”, nos dijo una vez el maestro Flórez, lleno de orgullo por el pueblo que lo vio nacer, reír, llorar, crecer, cantar y recoger pepitas de oro.
Pablo Flórez con el autor de esta nota.
De esa mente prodigiosa del maestro Pablo, no solo brotaban porros, fandangos, cumbias, paseos, merengues, pasillos, rancheras y boleros, sino también un mundo mágico de palabras, que se mezclaban con un humor original y fino que, a la postre, se convirtieron en fantásticas historias. Pablo le sacaba apunte a todo. A sus achaques, a su pobreza, sus desamores. Eran apuntes que embelesaban, que hacían que uno se olvidara del tiempo. Apuntes que darían para escribir un buen libro.
Se sabía cuando una conversación con Pablo Flórez comenzaba, pero nunca cuando terminaba. Por eso, muchos lo dibujaron como un personaje garciamarquiano. Cuando Pablo no estaba cantando estaba echando chistes. Tenía una gracia única. Muchos de esos chistes se llegaron a convertir en canciones. “Ahora sí que estoy jodío/ ya me agarró la vejez,/ ay los huevos los siento frío/ y dormido el hombre aquel…”
El cuerpo de Pablo era ‘Maltrecho’, como el mismo lo decía. Pero esto no le acomplejó, antes por el contrario, le sacaba punta a la cosa. Siempre contaba la anécdota de una tarde que llegó a una cantina y se sentó en la barra. De inmediato le pidió un trago al cantinero. Cuando se tomó su trago, sacudió la cabeza y dijo: “Carajo, este trago me ha descompuesto el cuerpo”, a lo que el cantinero le respondió: “Déjese de pendejá, cuando usted llegó aquí ya estaba torcío”.
Pablo José Flórez Camargo nació el 27 de junio de 1926, día de la virgen del Perpetuo Socorro. Vino al mundo en medio del olor de los mangos y las piñas maduras, del canto de los pájaros y las casaberas, de los guapirreos de un músico de banda. Lo recibieron las manos de una experimentada comadrona, bajo la luz de un mechón.
La pobreza siempre imperó en la casa de los Flórez, pero, junto con ella, también habitaron la alegría y la música. Su padre, Pablo Flórez Barrera, que fue integrante de la banda San José, la primera que hubo en el pueblo, y que dirigía el gran maestro José María Fortunato Saez, ‘el Negro Saez’, le hizo al niño pablo un tambor. Con ese tambor, Pablo alegraba a sus amigos de niñez. Nicanor Martínez, Pedro Nel Ávila, Dimas Ávila, Miguel Mariano Martínez y Marcelino Pérez fueron algunos de esos niños que vieron el nacimiento del gran músico y compositor.
Aprendió a parrandear de la mano de Macario Flórez, Manuel Antonio González y Dolores Ramos. Cuando conoció a Antolín Lenes, a los hermanos Paéz, Simón Mendoza, Juanito Oviedo y a Lucy González, supo, de una vez, que lo suyo era la música.
‘La aventurera’ es, tal vez, una de las composiciones más conocida de Pablo. Y, también, una de las mujeres que ha dejado una huella imborrable en su corazón. Así recordaba el día de fandango y corraleja en que a su vida llegó Ninfa Isabel, la aventurera.
“Esa mujer me tenía lelo. Yo no sabía si venía o iba cuando pasaba por mi lado. El amor creció y de ese amor nació la canción. Mi mujer, por supuesto, no podía verla ni en pintura, ni oír la canción. Un día, que el fogón de la casa estaba apagao y el hambre curucuteaba el estómago, salí a caminar por las calles para ver qué conseguía. De pronto, un amigo me grita que en la oficina de correo había un cheque para mí por las regalías de ‘La aventurera’. Lo reclamé y lo cambié, pero le dije al cajero del banco que me diera puro billetes de a cien y monedas. Cuando llegué a la casa tiré toda la plata en la mesa. Mi mujer puso una cara de alegría y me preguntó: ¡Ajá!, y esa plata de dónde salió? Me la dieron por ‘La aventurera’, le respondí. ¿Y sabes qué hizo mi mujer? Alzó los brazos al cielo y dijo: Dios bendiga y cuide a esa mujer”. “Sí supiera que la quiero/ volvería por esta tierra/ al pueblo Ciénaga de oro/ donde tiene quien la quiera”.
Pablo Flórez era un sinuano, hecho en otro tiempo, que había alcanzado una fama y un respeto en todo nuestro territorio como músico, compositor y persona. La música, si bien es cierto no le había hecho millonario, si le permitió hacer grandes amigos y obtener el reconocimiento del público y de la crítica. Y con eso, decía él, le bastaba y sobraba.
Pablo no olvidó nunca aquella buena época al lado de Antolín Lenes y de la cieguita Lucy González. “Fue una época maravillosa. Recorríamos los pueblos de la costa llevando nuestra música, y el público nos quería. A veces nos pagaban con ron y comía, y nosotros aceptábamos. Eran lindos aquellos tiempos. De Lucy guardo gratos recuerdos. Lo que Dios no le dio en vista se lo multiplicó en talento y bondad. A Antolín le debo mucho. Fue muy importante para mi vida de músico. Formé parte de sus agrupaciones. Excelente músico y amigo”.
Después de tocar en varias orquestas de Córdoba, a Pablo lo contrata don Toño Fuentes, propietario de discos Fuentes, para que sea el percusionista exclusivo de esa casa disquera. Siendo el percusionista de Fuentes participó en las grabaciones de orquestas y músicos como Pedro Laza y sus pelayeros, Los Hermanos Martelo, la Sonora Cordobesa y Francisco Zumaqué Nova. También acompañó con su guitarra y su voz a las agrupaciones de Antolín Lenes y su Combo Orense.
Miguel Emiro Naranjo, director de la Banda 19 de marzo de Laguneta, es un consagrado músico que se ha nutrido de la fuente inagotable de Pablo. Cuando habla del maestro, una alegría y una emoción lo embargan. “Pablo era un genio. Para mí es uno de los reyes del porro. Sus composiciones llevan marcadas las costumbres de esta tierra y la sabrosura de nuestra música. Creo que el país le debe un gran reconocimiento. Ojalá en las escuelas nuestras se diera a conocer la vida y obra de este músico y en la televisión hagan la novela de su vida”.
Pablo amaba lo que hacía. Si no hubiera sido músico se las hubiera inventado para serlo. Con muchas composiciones registradas es, hoy por hoy, un músico y compositor de respeto, que ha dejado una impronta importante en nuestro cancionero nacional.
Totó la Momposina, nuestra diva descalza, ha incluido varias canciones de Pablo Flórez en sus trabajos discográficos, y se siente orgullosa de eso: “En las canciones del señor Pablo Flórez están los colores de la vida y los sabores de nuestra música. Una canción de él es como un pedacito de la tierra en la garganta. Cuando yo las interpreto me lleno de mucho orgullo.”
Pablo no sólo le cantó a la naturaleza, su tierra, sus mujeres y sus paisajes. El poeta del Sinú también sentó su voz de protesta por la violencia que azota su región. En el tema ‘La cumbia está herida’ Pablo fue un crítico fuerte y nos muestra una situación a la que sus ojos, su alma y su voz no podían ser indiferente. “Mis campos eran sanos, no estaban manchados/ llegaron foráneos/ con el graje en la mano/ la luna está roja será porque sufre/ como ave en congoja que sube, que sube/ al oír como suenan destapar metralletas/ al inocente condenan/ y nadie protesta…y nadie protesta”.
Sus canciones han sido interpretadas por muchas orquestas y cantantes de renombre como Justo Almario, Totó la Momposina, Alfredo Gutiérrez, Moisés Angulo, Alé Kumá, Aglaé Caraballo, la orquesta de Juancho Torres, Iván Villazón, entre otros.
En sus últimos días vivía con su melancolía a cuesta. Con un profundo dolor en el alma. Metido en la voz de la cieguita Lucy y el clarinete de Antolín. Llorando la partida de su eterno amor. Resignado, pero deseoso de reunirse con ella.
Pablo, que le curó las heridas a la cumbia, no tuvo quien le curarara la de él. Ya no le provocaba el cabeza e´ gato, el casabe doblao con suero, ni el arroz con coco con guiso e´ pato, ni el queso bien amasao con panela e´ coco de Colomboy ni la yuca harinosa asá, mojá con asiento de chicharrón. Su vida transcurría en medio del dolor y las diálisis.
Sus hijos y la gente del pueblo siempre le rodearon de cariño. Pero el ya no quiso cantar sus canciones ni los boleros de Daniel Santos ni los tangos de Gardel. Era, en sus últimos días, un hombre triste y solitario, que repetía constantemente: "¿Marce dónde estás que no te oigo?".
Hoy, toca cumplir su voluntad. No cargar luto, que una banda y una comparsa con vela y pito vayan delante del cajón. Que la aventurera regrese a Ciénaga de Oro y tire un llanto por su Pablo, eso sí, con un traje rojo adornao en florón. Que Cristo Hoyos pinte a la Negra Facta asentá en la tumba arriba un tambó, y que esté sonando una guacharaca y en la pollera su garrafón.
Ay mi querida Soad Louis Lakah, tu pablo está vez no te hizo caso, no obedeció tu petición de: “no te mueras pablo”.
Publicado en El Heraldo de Barranquilla (Dic. 18 de 2011)