viernes, 16 de diciembre de 2011

Pablito Flórez, el genio ido

                               Fotografía de Fernando Mercado.

Dicen que Pablito Flórez era el último juglar del Sinú, el que conservaba los ritmos y las cadencias de los viejos vaqueros que recorrían las sabanas y guapirreaban a pleno pulmón bajo los aguaceros intermitentes de abril.

Por fortuna, hubo tiempo de homenajes, difundir sus canciones y oírlo cantar en todos los rincones de Colombia, gracias a Soad Louis, Jorge García Usta, a Gloria Triana y a muchos otros periodistas y gestores culturales que entendieron a tiempo el valor de su música y su aporte al folclor colombiano, desde un pueblo encantador a orillas del caño de Aguas Prietas llamado Ciénaga de Oro.

Córdoba es tierra de porros y fandangos, de melodías que guardan el sonido agudo de los antiguos instrumentos de viento precolombinos y la percusión sonora de los africanos.

En ese universo vasto de leyendas musicales y mitos indígenas, Pablito Flórez construyó su obra, tributos hermosos a la tierra, al amor simple y montuno, al trabajo de campo, a los sabores que alimentan gente sencilla y trabajadora, a la parranda y a la vida.

Una canción suya sintetiza especialmente el espíritu sinuano y del Caribe y es el ejemplo más nítido del arte instintivo. Se llama “Los sabores del porro”.

Mi porro me sabe a todo/lo bueno de mi región/me sabe a caña me sabe a toro/me sabe a fiesta me sabe a ron/me sabe a piña me sabe a mango/me sabe a leche esperá en corrá/me sabe a china emparascá en fandango y ají con huevos en machucá.

A Pablito Flórez, aun después de los homenajes y de la regrabación de sus canciones principales, se le podía encontrar sentado en la puerta de su casa de Ciénaga de Oro, tocando una melodía para quien pasara por allí.

Cuando sus manos pulsaban las cuerdas de la guitarra, parecía entrar en trance y dialogar con los primeros pobladores de la región, los que entraron por Punta de Yánez, buscando tierras altas para protegerse de las inundaciones hace 3 mil años.

En su rostro de mirada pícara y sonrisa constante había huellas de la melancolía serena del cacique Zuripá danzando para las tribus diseminadas en los campos rescatados del agua, de las famosas terrazas hidráulicas zenú que abarcaron 600 mil hectáreas, y en sus canciones se asentaba la nostalgia de un paraíso de quienes daban la vida por sus amigos, y se emborrachaban para llorar de amor en las casetas de las fiestas de toros y recorrían los pueblos llevándose a las mujeres más hermosas.

Pablito Flórez es sinónimo de tubas, clarinetes y platillos, redoblantes, bombos y bombardinos, y en su música y sincretismo está la historia de otros tiempos, los sucesos cotidianos que fueron construyendo dolores y alegrías de un pueblo dulce de aromo y flor, donde sobreviven a la lucha diaria personajes asombrosos, taciturnos e inmortales.

El miércoles pasado se nos fue Pablito Flórez, el hombre, porque su música y su encanto son eternos y perdurarán en cada pedacito de tierra polvorienta del Sinú y en la memoria cultural del Caribe y de Colombia.
Editorial de  El Universal de Cartagena (16 - 12 - 11)

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